12o domingo del Tiempo Ordinario, Domingo 23 de Junio de 2024

Evangelio según San Marcos 4,35-41.

Legión de las Almas Pequeñas

Jesús a sus discípulos 35 al atardecer de ese mismo día, les dijo: «Crucemos a la otra orilla». 36 Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. 37 Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. 38 Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. 39 Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?». Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!». El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. 40 Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?». 41 Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen».

¿Por qué tienen miedo? ¿No tienen aún fe?

El Evangelio de este Domingo XII del tiempo ordinario comienza con una orden que da Jesús a sus discípulos, ubicada en una circunstancia de tiempo precisa: «En aquel día, al atardecer, les dice: «Pasemos a la otra orilla»». Rara vez ubica el evangelista un episodio con tanta precisión. Esto anuncia la importancia de lo que sigue.

Cuando Jesús da la orden de pasar a la otra orilla del lago, Él acaba de terminar un largo tiempo de predicación a la multitud: «Les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas…». Marcos nos transmite solamente tres: la parábola del sembrador, la parábola de la semilla que crece «de día y de noche… sin que el sembrador sepa cómo» y la parábola de semilla de mostaza, que siendo la más pequeña crece hasta transformarse en la más grande de las hortalizas. Pero el evangelista afirma que fueron «muchas» (Mateo en el lugar paralelo −Capítulo XIII− agrupa ocho). Y esto, incluida la explicación de cada una, requiere un largo tiempo de predicación, hasta el atardecer de aquel día. Podemos imaginar que Jesús, como verdadero hombre que era, quedó cansado.

La otra circunstancia que interesa destacar es el lugar de esa larga enseñanza. La multitud se había reunido en torno a Jesús a la orilla del Mar de Galilea. Entonces Jesús subió a una barca y, sentándose allí, hablaba desde esa cátedra a la multitud que permanecía en la orilla o que lo rodeaba en otras barcas. Así se entiende la continuación del relato, después de la orden dada por Jesús de pasar a la otra orilla. Él no tuvo que moverse del lugar donde estaba ya sentado: «Despiden a la gente y lo llevan con ellos en la barca, como estaba, e iban otras barcas con Él». Estaba sentado y cansado, combinación óptima para que se quedara dormido: «Jesús estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal».

El evangelista agrega: «Iban otras barcas con Él». No sabemos con qué fin lo dice; pero, seguramente, a poco andar, viendo a Jesús dormido y no habiendo esperanza de nuevas enseñanzas de su parte, habrán regresado al punto de partida, más aun, si amenazaba una tormenta, como, de hecho, ocurrió: «En esto, se levantó una gran tormenta de viento y las olas irrumpían contra la barca, de suerte que ya se anegaba la barca». La situación debió ser tan grave que los discípulos, que eran pescadores y conocedores de ese lago, se vieron en peligro de perecer. En varias partes del mundo hemos visto en este último tiempo que nada puede el ser humano contra las grandes masas de agua, ni siquiera con los adelantos técnicos de que dispone hoy. Esos pobres pescadores a bordo de una pobre barca se llenaron de miedo. No toleran que Jesús, en cambio, completamente sereno, siga durmiendo, como si fuera dueño de la situación y la tuviera bajo control.

Un niño pequeño que va con su padre, en quien tiene plena confianza, cuando siente miedo por alguna situación, le basta ver el rostro de su padre completamente sereno para recobrar también él la calma. No fue el caso de los discípulos, porque no tenían aún esa confianza en Jesús y no sabían aún quién era Él. Interpretan su serenidad como falta de responsabilidad y de interés en la vida de ellos: «Lo despiertan y le dicen: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?»». Están errados; a Jesús le importa tanto la vida de ellos, que cuando vinieron a detenerlo a Él, porque había llegado «su hora», dice a los guardias: «Si me buscan a mí, dejen marchar a éstos» (Jn 18,8). Lo que pasa es que en medio de esa tormenta Él tiene todo bajo su control. «Él, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!»».

¿Qué habrán pensado los discípulos? ¡Le está hablando al viento y al mar, como si fueran seres racionales, que puedan entenderle! ¿Quién habría imaginado que, en esa humilde barca, rodeado por humildes pescadores, en ese deprimido punto de la tierra estaba el Señor del Universo, el Creador de todo, Aquel por quien el mismo pueblo de Israel exhortaba a las creaturas irracionales diciendo: «Vientos todos, bendigan al Señor… Mares y ríos, bendigan al Señor, cántenle y exáltenlo eternamente…» (Daniel 3,65.78)?. En ese lago de Galilea, el viento y el mar responderán alabando al Señor. A la orden de Jesús, «el viento se calmó y sobrevino una gran bonanza». Obviamente, también cesó el miedo de los discípulos.

Jesús debió sentir cierta desazón por la falta de fe de sus discípulos y, sobre todo, de que hayan podido pensar que a Él no le importara que ellos perecieran, y les hace un suave reproche: «¿Por qué están con tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?». Esa pregunta corresponde a una afirmación: Quien tiene fe en Jesús y está Jesús con él no tiene miedo ante nada de este mundo, ni a los seres humanos, ni a los elementos naturales. Los discípulos tenían consigo a Jesús: «Lo llevan con ellos en la barca»; pero aún no sabían quién era Él. En ese momento supieron quién era y, por eso, los invade el temor, el que no se experimenta, sino ante Dios. Ya no hay nada de que tener miedo y, sin embargo: «Ellos temieron con gran temor y se decían unos a otros: «¿Quién es, entonces, Éste a quien hasta el viento y el mar obedecen?»». La respuesta es una sola: Este es el Creador a quien no sólo el viento y el mar obedecen, sino también todo lo creado. Hay una sola excepción: el ser humano, ser racional dotado de libertad. Desde el principio el ser humano se disoció de toda la creación desobedeciendo a Dios. Dios le había mandado: «Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás… Comió la mujer y dio a su marido que también comió» (cf. Gen 2,17;3,6). Y así, «por un solo hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte» (cf. Rom 5,12).

En el relato, el evangelista es muy cuidadoso de no confundir dos experiencias radicalmente distintas en el ser humano: el miedo y el temor. El miedo se siente ante los seres finitos −el viento y el mar y también los seres humanos− que nos puedan dañar en esta vida terrena; el temor se tiene solamente ante Dios y ante lo que le pertenece; es una experiencia positiva, es un don del Espíritu Santo, que Él concede a quienes quiere salvar. Vimos que los discípulos, cuando ya no tenían miedo, «temieron, en cambio, con gran temor», cuando comprendieron quién era Jesús.

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo emérito de Santa María de los Ángeles

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Paz, Alegría y Amor

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Acerca de Almas Pequeñas de Hispanoamérica

Grupo Cristiano Católico que busca el crecimiento espiritual a través de la pequeñez
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